Hola café, soy yo: Edgar.
La verdad es que no recuerdo con certeza si los efectos de la cafeína eran motivo de preocupación durante mi infancia. Probablemente no. Lo que sí se mantiene claro en mi mente es que en casa siempre había café soluble, leche Clavel y una tacita de azúcar.
Recuerdo también cómo todas las tardes mi querida madre se preparaba -sin falta- su cafecito con estos tres ingredientes. Tuve la buena fortuna de ser convidado regularmente. Desde entonces (no tenía yo más de 10 años) mi fascinación por el sabor del café era evidente. También disfrutaba mucho del proceso casi ceremonial que se debía seguir para culminar con la poción en su punto ideal.
Calentábamos el agua en un pocillo de aluminio que, por alguna razón, siempre estaba arrugado. Sé que se compraba uno nuevo con cierta regularidad, pero después de unos cuantos usos, el traste se fruncía de tal manera que parecía un viejo pergamino desgastado por el tiempo y que en lugar de letras -o símbolos- escondía recuerdos de mi infancia.
Pero bueno, ahorita estamos platicando del agua que se calentaba para el café.
Poco a poco, las burbujas se formaban en las paredes internas del pocillo y emergían soñadoras desde el fondo para transformarse en vapor. Y no puedo olvidar el reconfortante murmullo del agua hirviendo cuando finalmente estaba lista.
Utilizábamos un guante rojo de tela gruesa para proteger nuestras manos del calor que emanaba del asa del pocillo al sacarlo del fuego. El fuego. Como si hubiese sido un fogón. Me gustaría aclararles que era una estufa de gas. No estoy tan viejo.
El caso es que al sacar el agua de la estufa hay dos escuelas generales de acción subsiguiente.
Y esto se mantiene vigente hoy en día:
Escuela Pragmática Sistematizada: Pertenecen a esta aquellas personas que vierten el agua caliente en la taza y después agregan uno a uno los ingredientes. Siempre en el mismo orden:
1. Un par de cucharadas de café soluble a discreción.
2. Otras tantas de azúcar (preferentemente de caña).
3. Y por último, un chorrito de leche Clavel al gusto.
Esta escuela, aunque en teoría más práctica en su accionar, se torna un poco juguetona cuando se presenta el particular atractivo visual de una taza transparente que permite apreciar la manera en que la leche contrasta con la oscuridad del café en figuras de nubes líquidas de la variedad cumulus que convierten la oscuridad del brebaje a un color casi dorado que invita tanto al sorbo (el primero siempre con la cuchara que se usa para revolver el café).
Escuela Caótica Irreverente: Estos son los que vierten las cucharadas de café y azúcar en la taza en seco para luego revolver y jugar con la mezcla absortos al paso del tiempo y ajenos a las reglas o expectativas de la sociedad. Algunas peculiaridades de este grupo son que:
1. Hay ocasiones en las que necesitan encontrar un balance visual entre los granos blancos del azúcar y los grumos de café oscuro.
2. La leche se puede agregar antes o después del agua, y el sabor será una incógnita hasta después de probarlo ya que nunca sabe igual.
3. La cuchara se queda dentro de la taza durante toda la ingesta. Aún no hay estudios que determinen la razón de esto.
Mi abuelo (QEPD) pertenecía a esta segunda escuela. El hombre fue campesino en su juventud y jardinero de parques municipales en sus años dorados. Hombre de pocas palabras él. De mirada intensa pero noble. Se le encontraba todos los días a las 5am a la cabecera del comedor con su café y su concha de chocolate. No había mentiras en su persona, solo la convicción de que se tiene que ser productivo en esta vida.
Los efectos de la cafeína ya han sido estudiados ampliamente, pero sinceramente no he leído mucho al respecto. Hace muchos años que no uso un pocillo de aluminio para calentar el agua. Y tampoco he tomado café soluble desde que descubrí el de grano. Pero igual hay millones que aún lo hacen. Y millones más que, como mi mamá, mi abuelo y yo, lo hicieron. A todos ellos les dedico este breve escrito, aunque tal vez nunca lo lean.